Crisálida -Espacio Monitor-

Caracas 2017

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Photography Julio Osorio

 

Un lugar de Memoria - Milagros Socorro

Al conocerse el deceso de la señorita Antonia Esteller, el gobierno publicó un aviso donde establecía que el duelo sería “presidido por el Ejecutivo Nacional” y que los gastos de las exequias correrían por cuenta del Tesoro Nacional. El chiste macabro no radicaba en el hecho de que el luto por una maestra ostentara una presidencia (y que esta fuera precisamente la más alta del país), sino que alguien hubiera asumido una deuda de la señorita Esteller por una vez en la vida... que resultó ser en la muerte.

La difunta tenía 86 años, casi la mitad de los cuales estuvo pagando una deuda que no le correspondía. Todo empezó cuando Antonio Leocadio Guzmán, quien además de padre del Presidente de la República, Antonio Guzmán Blanco, era presidente de la Junta Directiva del Centenario del Nacimiento de Simón Bolívar, le envió una carta , el 31 de enero de 1883, donde la apelaba con todos sus nombres: Antonia Esteller Camacho Clemente y Bolívar (ella descendiente directa de María Antonia Bolívar de Clemente, hermana del Libertador) y le comunicaba que se había conformado una comisión para recolectar, en todo el país, las labores manuales confeccionadas por mujeres para exhibirlas en la Exposición Nacional que se haría en conmemoración del nacimiento de Bolívar, ocurrido el 24 de julio de 1783. Antonia estaría en ese comité con otras damas, pero le cabría en solitario la diligencia museográfica de esa sección de la Exposición. “Ella fue”, dice la investigadora Carmen América Affigne, “la persona encargada de arreglar y adornar el famoso salón oriental donde se expusieron las obras de la industria femenina. Esteller atendió a la designación que la Junta Directiva le hizo y se comprometió a ser la garante ante la junta de los espacios domésticos de las familias y las escuelas, donde solicitó el concurso de todos para integrar esta gran vitrina de la nación”.

El 2 de agosto de 1883, fecha inaugural de la Exposición Nacional del Centenario, los visitantes de los once pabellones pudieron contemplar centenares de piezas, desde animales vivos y disecados hasta joyas, pasando por... todo lo que hubiera a finales del XIX en Venezuela, ya fuera local o traído de otras latitudes.

–Sí, -escribió triunfante Adolfo Ernst, curador y minucioso cronista del evento- la Exposición del Centenario fue un hecho glorioso en la historia de la Patria, un monumento magnífico levantado en medio de la sociedad venezolana, un fausto presagio de futura grandeza y de prosperidad creciente, una espléndida demostración de las fuerzas vivas de la República bajo el Gobierno vigoroso y progresista del Ilustre Americano.

La conmemoración del primer siglo del natalicio del Libertador, figura usada por todos los gobiernos, pero, sobre todo, por los militaristas y autoritarios, como símbolo de su poder (y no pocas veces como coartada para sus desmanes), fue en verdad apoteósica. En su ocasión se inauguraron importantes obras y se encargaron obras de arte, se pronunciaron discursos en cada esquina y, en suma, hubo ostentación de la grandeza del gobernante en todos los espacios. Pero nada como la Exposición Nacional, en la que el gobierno invirtió un dineral y movilizó a mucha gente, entre quienes se encontraba la cumplidora Antonia Esteller, quien puso tal empeño en su encomienda que, al retrasarse los fondos, no dudó en echar mano de sus ahorros para mayor gloria de la Exposición. La Junta Directiva le aseguró que muy pronto vería devueltos sus desembolsos, pero esto no ocurrió. La escritora Irma De-Sola Ricardo dejó constancia de que la negativa del Ministerio de Fomento a honrar su obligación con Antonia Esteller la forzó “a pagar de su peculio durante gran parte de su vida una deuda contraída con altos fines patrióticos”.

El propósito era presentar una fachada de modernidad, de bienestar, de abundancia de alimentos, artefactos, máquinas e incluso fruslerías y artículos suntuarios. La hegemonía guzmancista, que ya alcanzaba los trece años, debía convocar las pruebas de su contribución al progreso. La suma de todas aquellas cosas debía proyectar una atmósfera de civilidad y adelantos: atrás habían quedado las guerras y sus estragos. Ahora había un poder sólido, incuestionable, capaz, por lo demás, de operar con tal eficiencia que había llevado hasta Caracas las pruebas materiales de la variedad y riqueza de un vasto territorio cuyas partes de desconocían entre sí. La Exposición Nacional era lo que parecía, un gran aparador donde quedarían a la vista la cornucopia de la naturaleza, así como la asombrosa ferretería de la imaginación y el infinito inventario del deseo. Todo materializado por un chasquido del Ilustre Americano.

Era lo que Pierre Nora llamó un “lugar de memoria”. Con la coartada del natalicio del Libertador y adherido a la tendencia mundial entonces en boga de armar exposiciones internacionales para mostrar inventos, nuevas variantes de magia y portentos de la tecnología, Guzmán Blanco configuró un lugar simbólico sobre el cual edificar una nueva referencia nacional. Los “lugares” a los que alude el historiador francés Pierre Nora son ámbitos donde el colectivo se compacta en una determinada sensibilidad; es el punto de cruce entre una realidad histórica y una realidad simbólica, que aglutina lo que estaba disperso. Y esto comprende edificios, plazas o monumentos, pero también lo inmaterial.

Antonia Esteller comprometió su exiguo patrimonio porque la aspiración de habitar un lugar de memoria, siendo no más que una mujer y, además, soltera, le sorbió el seso. El Nuevo Diario, órgano informativo de la dictadura del general Juan Vicente Gómez (1908-1930) publicó, el 19 de diciembre de 1930, la noticia de la muerte de Antonia Esteller. El obituario no mencionaba las cuotas que debieron pesar sobre el erario público (y no sobre ella), ni el servicio que la maestra había prestado a la Nación al recabar los primores confeccionados por “el bello sexo”. Apenas se resaltaba el hecho de que ella “llevaba en sus venas la sangre del Semi-Dios de América”; y se aseguraba que “el señor General Juan Vicente Gómez” había “endulzado sus últimos días rodeándola con toda especie de atenciones y cuidados”. En la muerte, Antonia Esteller volvía a ser una niña sin más méritos que su linaje. La maestra Esteller había sido expulsada del lugar de memoria urdido por Guzmán Blanco y cimentado por el montón de objetos reunidos en la Exposición Nacional de 1883.

En la centuria siguiente, Venezuela, ya devenido país petrolero, acumularía como nunca objetos, instituciones e infraestructura. Sería conocido en la región como una sociedad consumidora y, más aún, derrochadora. No había moda ni práctica sofisticada en el mundo que no prendiera en las grandes ciudades de Venezuela. La clase media local se paseaba por los centros comerciales del planeta haciendo gala de la fortaleza de su moneda y de su avidez por adquirir vestidos, zapatos, menaje suntuoso, equipos de sonido, electrodomésticos, una inagotable batería decorativa y mil objetos que a falta de categorización (y de uso concreto) llamamos coroto. Un coroto es algo que pudiera no servir para nada, pero cuyo valor estriba en el conducto por donde llegó. Fue un regalo de la madrina. Es parte de la vajilla que usaron los abuelos. Son las bandejas de plata que pertenecieron a mi tío, el general... Y la corotera es la suma de las cosas funcionales y las estériles, las actuales y las históricas, las propias y las que dan cuenta del paso fugaz de las generaciones precedentes. Lo que por algún motivo, muchas veces sentimental o ilusorio, no se puede descartar.

La prosperidad de Venezuela atrajo inmigrantes de muchos lugares del mundo. Durante la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, de diciembre de 1952 a enero de 1958, el Estado, procuró llegada de importantes contingentes de españoles, italianos y portugueses, entre otros. En los años 60 y 70, el país se convierte en cobertizo de los perseguidos de las dictaduras militares de Suramérica, así como de los miles de desplazados por la violencia en Colombia. Pero a finales de los 80, el arribo de extranjeros disminuyó drásticamente. El flujo se interrumpió al comenzar el deterioro de la economía venezolana. Se cierra, entonces, el arco abierto a finales de los 80 del siglo XIX. Muchos exiliados del cono sur se devolvieron al restaurarse las democracias de sus países; y en Venezuela se produce un gran cambio: los venezolanos empiezan a emigrar. En cantidades mínimas. Graneados. Pero en tendencia que no revirtió.
Exactamente un siglo después de la Exposición Nacional, aquel país que había mostrado su determinación de sacudirse la barbarie e ingresar al mundo civilizado, dejó de acumular signos de riqueza, vio cómo empezaba a descender el ritmo de ingreso de migrantes y en un pestañeo se encontró conque más bien registraba cierta tendencia a la emigración. Al principio fue imperceptible. Pero entrado el siglo XXI, los hijos y nietos de aquellos inmigrantes desempolvaron los documentos de sus viejos e hicieron filas delante de los consulados para solicitar pasaportes.
En 1999, primer año del largo gobierno de Hugo Chávez, quien había irrumpido en la política en 1992 con un fallido golpe de Estado, se abren las compuertas de lo que en pocos años constituiría una oleada. Casi no hay familia venezolana que no tenga por lo menos un miembro en la emigración. Se han hecho muy comunes las ventas de cosas usadas. Quienes emigran no pueden llevar consigo el montón de cosas que cualquier familia de clase media venezolana acumuló. Ese puede ser un rasgo característico de Venezuela, donde para maldecir a alguien se le lanza un conjuro: “ojalá te mudes”. El horrible designio apunta a la circunstancia de que en este país las cambios de ciudad o de zona dentro de una misma urbe no son tan sencillas y frecuentes como en otros países; y también a la costumbre ya aludida de cargar con la corotera propia y ajena, como si fuera de mala suerte poner en la basura los cuadernos de primaria del hijo ya posgraduado, las tazas de la madre muerta, el traje de novia amarillento y el ventilador dañado.
La llegada al poder de Nicolás Maduro, la caída de los precios del petróleo, las protestas de 2014 y 2017, reprimidas con crueldad y al costo de decenas de asesinados y centenares de presos políticos, el desabastecimiento, la violencia callejera, la inflación más alta del mundo, el colapso de los servicios públicos, en fin, la catástrofe bolivariana exudó un fenómeno migratorio nunca antes visto en la historia de Venezuela. En 2014, cuando la mayoría de las aerolíneas habían dejado de operar en el país y un boleto de avión se hizo inalcanzable, los venezolanos dejaron de salir por rutas aéreas y comenzaron a huir por las fronteras terrestres y hasta en lanchas nocturnas hacia las Antillas.

Hacia octubre de 2017, la diáspora llegó a casi tres millones de personas y superaba el 8% de la población venezolana. Antonio Tajani, presidente del Parlamento Europeo, declaró, en abril de 2018, que: "La crisis en Venezuela está generando una crisis humanitaria y el mayor desplazamiento de población visto en Latinoamérica".

El domingo 29 de octubre de 2017, Pepe López (Caracas, 1966), inauguró la exposición "Escape Room", en la galería Espacio Monitor, en el Centro de Arte Los Galpones, en la capital venezolana. La muestra incluía una gran instalación llamada Crisálida, que la audiencia comprendió más allá del texto de sala. Al ingresar en el área reservada para la obra, que el curador, Miguel Miguel García, quiso iluminada con luces tenues y cálidas para configurar un ámbito nostálgico como quien evoca la recámara de la abuela convaleciente o como hacen los museos de historia natural con las especies extintas. El cuarto de la Crisálida sumía al visitante en una atmósfera dorado oscuro como de buhardilla vedada a los extraños. Allí estaba, como arrumbado por un naufragio, un perolero perfectamente reconocible para el espectador. Era la imagen tantas veces vista en las casas de los parientes y amigos emigrados. Era la fantasía aciaga de lo que terminará pasando con mis propias cositas cuando el horror me alcance y me expulse.
Allí estaban los objetos que hacen de una casa un hogar, de unos consanguíneos una familia, de una dirección de correo un lugar de memoria. Una corotera envuelta en película de polietileno. Algunos solos, como corresponde a un coroto en sentido estricto, el del objeto fugitivo del catálogo, el que no sabemos dónde poner ni cómo usar, pero que algún día... Otros en grupo, apandillados por criterio indescifrable. De entrada, parecen cosas arregladas para su almacenamiento o traslado, pero también podrían estar embaladas para retenerlas, para que no se desparramen como tras un estallido (la modernidad venezolana dinamitada antes de cumplirse del todo). En cúmulo esas cosas constituyen un patrimonio, pero regadas son vestigio, escombros. La instalación de Pepe López, nieto de republicanos españoles, puede verse como un embargo, un desahucio (la diáspora es despojada de los objetos que encarnan su identidad), pero también como un Arca de Noé: el perolero, bien protegido en el saco amniótico de papel film, no solo se mantendrá apiñado sino que sobrevivirá a la tormenta. Por ese camino, el depósito es un yacimiento, noción que nos resulta cómoda a los hijos de un país petrolero, donde se seguirá cocinando un guiso orgánico, de mil aportes culturales y genéticos, hasta que se produzca un reventón y la historia vuelva a empezar.

El objeto desprendido de su entorno natural reproduce la angustia de la deslugarización del emigrante. Crisálida recupera, al menos por un tiempo, lo dejado atrás, lo que no entró en dos maletas, lo que no se consideró indispensable o digno de pagar los costes de su transporte. Es lo sospechoso de inutilidad, de old fashion, de periclitado, como decimos por aquí.
El curador ve en Crisálida, “el mayor, más contundente y significativo monumento que se haya realizado hasta el presente en homenaje a la diáspora venezolana”. Y la Asociación Internacional de Críticos de Artes (AICA), capítulo Venezuela, asignó el Premio AICA 2017 a la Mejor Exposición Individual, a José Luis López Reus (Pepe López), Espacio Monitor Curaduría Miguel Miguel. Se reconoce una forma de gestionar un pasado en el momento en que ocurre. Quizá por eso la obra resultó tan popular en la audiencia, a la que conmovió de manera visible.

Crisálida no narra lo que pasó sino lo que estamos pasando. Se aboca a la tarea de conmemoración mientras la gente se sigue yendo, cuando aún el victimario no ha sido removido del poder ni mucho menos juzgado por sus crímenes. Ni siquiera se ha iniciado lo que se llama “esclarecer los hechos”, pero ya sabemos que es mucho lo que hemos dejado atrás y es mucho lo que intentamos conservar como cuando pretendemos prolongar la frescura de un trozo de mango dejándolo en la nevera cubierto con papel film.

A la vez, no hay aquí tentación de municipalidad: hay un cierto humor, igual que cuando leemos la lista de Ernst de lo exhibido en la Exposición Nacional. Eso quedó muy claro en la recepción. Los espectadores que rodeaban la Crisálida ahogaban sollozos y risitas. A la vez. Como quien reacciona con nerviosismo al confrontar las pruebas de la alteración de su vida cotidiana, convertida en una mudanza que ya no tendrá fin.

 

Caracas 2017

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